libro 4

Libro 4 : la Orden

Capítulo 31


El régimen de la Orden«»

Los primeros Priores de la Orden, queriendo asegurar la continuidad y la estabilidad del ideal cartujano, decidieron de común acuerdo celebrar un Capítulo General en la Gran Cartuja ; todos sometieron a la autoridad de este Capítulo sus Casas, para que las corrigiera y las conservase en vigor, y prometieron al mismo obediencia, en nombre propio y de sus Comunidades. Así se consolidó para siempre el lazo de caridad que une las Casas y a todos los miembros de la Orden, resueltos a avanzar gozosamente por la senda del Señor.

El Capítulo General se celebra cada dos años, y a él asisten los Priores, los Rectores, el Procurador General y los Vicarios de monjas. Si no pudiera asistir alguno de los que están al frente de las Casas, delegará en un monje profeso solemne. Si alguna Casa no tuviera Prior, el Reverendo Padre podrá invitar a algún monje de la misma, profeso de votos solemnes, a que asista al Capítulo General. Todos los cuales en el Capítulo gozan de los mismos derechos y funciones, a saber, los de los Priores.

La Asamblea en la que se reúnen todos los que tienen los derechos de Prior, y también los demás monjes que posiblemente se encuentren entre los Definidores, se llama Asamblea Plenaria, la cual preside el Reverendo Padre. Esta Asamblea tiene potestad para dictaminar de todos los asuntos referentes a la Orden, menos los que son competencia del Definitorio. También da la Asamblea su voto consultivo sobre los puntos propuestos por los Definidores, y en tales casos éstos no dan su voto.

El Definitorio, presidido por el Reverendo Padre, está constituido por el mismo Reverendo Padre y por ocho Definidores elegidos según se dice en otro lugar. Excepto el Reverendo Padre, nadie puede ser elegido Definidor, si lo fue ya en el Capítulo General precedente.

El mismo Definitorio dictamina acerca de las personas y de las Casas. En cada Capítulo General, según la común obediencia prometida y debida al mismo, todos los Prelados piden misericordia, para que el Definitorio pueda deliberar acerca de su absolución o confirmación. Pues, según nuestra tradición, el Prior desempeña su cargo mientras puede ejercerlo con provecho de la Comunidad, a juicio del Capítulo General.

También corresponde al Definitorio nombrar al Procurador General, que representa a la Orden ante la Sede Apostólica.

No se puede establecer ni llevar a efecto nada contra lo contenido en estos Estatutos, que disminuya el antiguo rigor de la Orden cartujana, a no ser que sea aprobado en dos Capítulos sucesivos, al menos por dos tercios de los que de hecho hayan dado su voto.

Si una Ordenación, aunque no afecte al rigor de la Orden, cambiase, sin embargo, nuestra observancia substancialmente en algún punto, no puede promulgarse, salvo que obtenga por lo menos dos tercios de los votos emitidos de hecho, y deberá ser confirmada por el siguiente Capítulo en la misma forma.

El Reverendo Padre, es decir, el Prior de Cartuja, es Ministro General de toda la Orden. Lo elige la Comunidad de la Gran Cartuja, pero esta elección no tiene valor jurídico hasta que sea aceptada por el colegio o reunión de los Priores, las Prioras, y los Rectores.

Cualquiera que haya sido elegido Reverendo Padre, no puede rehusar este oficio.

El Reverendo Padre, a quien corresponde como Ministro General conservar la unidad de la Orden, tiene potestad ordinaria sobre las monjas cartujas.

Todos los que gozan de autoridad en la Orden, consideren siempre la mente y las leyes de la Iglesia como norma suprema según la cual se han de entender las tradiciones de la Orden. Los Priores, a quienes sus súbditos deben pronta obediencia, conviene que a su vez den ejemplo a sus religiosos, sometiéndose humildemente a las ordenaciones del Capítulo General o del Reverendo Padre, y no criticándolas delante de otros.

Para fomentar mejor la comunión de nuestra Orden con el Sumo Pontífice, el Reverendo Padre ha de enviar cada seis años un breve informe sobre la situación y la vida de la Orden a la Sede Apostólica.

Capítulo 32


La visita«»

El Capítulo General, muy solícito de que en las Casas de la Orden reinen la caridad, la paz y una fiel observancia, ha establecido que cada dos años se envíen Visitadores a todas ellas, con el fin de expresarles la solicitud de la Orden por cada una, y con los poderes necesarios para solucionar cualquier dificultad que pueda presentarse.

La Comunidad, deseando que la Visita sea un momento favorable en el que Dios comunica su gracia, recibirá con espíritu de fe a los Visitadores o los Comisarios, que gozan de la autoridad del Capítulo General o del Reverendo Padre. Cada monje se esforzará con toda voluntad en ayudarlos al cumplimiento de su cometido. Visitadores y monjes harán todo lo posible por establecer una relación de mutua confianza.

El primer deber de los Visitadores es acoger a los monjes con fraterna caridad y escucharlos con suma atención. Después, se esfuerzan por ayudar a todos a dar al Señor y a sus hermanos lo mejor de sí mismos.

Ejerzan su cargo, no como jueces, sino como hermanos a quienes los tentados y afligidos puedan abrir libremente su alma, sin temor de ver divulgadas sus confidencias. En asunto de tanta importancia no se precipiten, sino procedan sosegadamente.

Cada uno puede hablar libremente con los Visitadores para exponerles lo que requiere de su parte una solución o un consejo, ya se trate de su vida personal o de la Comunidad. También podrán exponerles con espíritu constructivo, cualesquiera cosas que parezcan útiles al bien común.

Antes de hablar de otro monje, recojamos el corazón ante Dios ; porque tanto más podremos practicar la verdad en la caridad, cuanto con ánimo más dócil respondamos al Espíritu Santo. El que buenamente está en paz, de nadie sospecha. Más vale a menudo guardar silencio, que perder tiempo hablando de cosas que no se pueden probar, o de futilidades, o aun denunciando a quienes ya están en camino de corregirse.

A los Visitadores corresponde no sólo dialogar con cada monje en particular, sino también con la misma Comunidad, como se hace en la primera y la última sesión de la Visita.

A fin de que la Visita produzca, con la ayuda del Señor, frutos perdurables, procurarán que la misma Comunidad tome como cosa suya su propia renovación espiritual.

Los Visitadores se informarán de la marcha de la Comunidad y de los progresos realizados desde la última Visita, o de las dificultades que hayan sobrevenido. Estimularán a la Comunidad a preguntarse sobre la fidelidad al espíritu y a la letra de la observancia regular conforme se expone en los Estatutos. Examinen también las cuentas de la Casa, y vean cómo se guarda la pobreza evangélica. Indicarán los remedios a los abusos que quizás encuentren. A una con los monjes, y particularmente con el Prior, vean atentamente con qué disposiciones se ayudará a la Comunidad para que siempre progrese en la fidelidad a su vocación.

Antes de dar por terminada la Visita, escribirán los Visitadores en la Carta las orientaciones que hayan dado y las decisiones tomadas, y la redactarán en términos sencillos y acomodados a las personas. Solícitos por la continuidad del progreso de la Comunidad en su camino hacia Dios, recordarán, si es preciso, algunos puntos ya señalados en la Carta de la Visita precedente.

Será oportuno muchas veces poner antes al corriente al Prior de las medidas que piensan tomar, y escuchar sus observaciones. Conviene, en efecto, que los Visitadores conozcan las intenciones pastorales del Prior para guiar a sus monjes, a fin de apoyarlas con eficacia.

Antes de tomar una decisión respecto a alguno, o de hacer alguna admonición, los Visitadores procuren escucharlo. Si juzgan útil hacer observaciones a un monje, se lo explicarán de palabra y de manera que comprenda bien su intención. Finalmente, no se marchen de la Casa sin antes cerciorarse de que la Comunidad ha entendido bien las intenciones y prescripciones de la Carta.

Como el aprovechamiento de las Casas depende mucho de la eficacia de las Visitas, los Visitadores procedan en su oficio con solicitud y entrega, sin contentarse nunca con el cumplimiento meramente formal y exterior. Pensando únicamente en el bien de las almas, no ahorren tiempo ni esfuerzos para que su Visita aumente en los corazones la paz y el amor de Cristo.

Capítulo 33


La conversión de vida«»

Cuanto más elevado es el camino que se nos ha abierto a los que hemos heredado de nuestros Padres una forma de vida santa, mayor peligro tenemos de caer, no sólo por transgresiones manifiestas, sino también por el peso natural de la rutina. Como Dios da su gracia a los humildes, debemos recurrir sobre todo a Él, y estar siempre en pie de guerra, no sea que la viña elegida se convierta en bastarda.

El que nuestro ideal de vida se mantenga a su altura, depende más de la fidelidad de cada uno que de la acumulación de leyes, la adaptación de nuestros usos, o incluso la competencia de los Priores. No bastaría obedecer las órdenes de los Superiores y cumplir exactamente la letra de los Estatutos, si, guiados por el Espíritu, no sintiésemos según el Espíritu. El monje, desde el comienzo de su nueva vida colocado en la soledad, queda a su libre albedrío. Como ya no es niño, sino varón, no ande fluctuando llevado por todo viento, sino examine lo que agrada a Dios y sígalo espontáneamente, poniendo en juego, con sobria sabiduría, la libertad de los hijos de Dios de que es responsable ante el Señor. Que nadie, sin embargo, se tenga por sabio en su propia estimación ; porque quien descuida abrir su corazón a un guía experimentado, es de temer que, falto de discreción, camine menos de lo preciso, se canse de correr o, deteniéndose, se quede dormido.

¿Cómo, pues, podremos cumplir nuestro oficio en el Pueblo de Dios como víctimas vivas, agradables a Dios, si nos dejamos separar del Hijo de Dios, que es a la vez vida y hostia por excelencia, por la relajación y la inmortificación, las divagaciones de la mente, la vana charlatanería, los inútiles cuidados y ocupaciones ; o si el monje en la celda se halla aprisionado por su amor propio con miserables preocupaciones?

Esforcémonos con toda energía en estabilizar en Dios nuestros pensamientos y afectos, con sencillez de corazón y castidad de mente. Cada uno, olvidado de sí mismo y del camino dejado atrás, corra hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios lo llama desde lo alto en Cristo Jesús.

Mas quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Dado que el fraterno diálogo entre los hombres no se hace perfecto sino a través del mutuo respeto de las personas, ciertamente nos compete en grado máximo a nosotros, que moramos en la Casa de Dios, dar testimonio de la caridad que de Dios procede, cuando recibimos amablemente a los hermanos que conviven con nosotros, y nos preocupamos por abrazar con mente y corazón el carácter y los modales de ellos, por más distintos que sean de los nuestros. Porque las enemistades, las disputas y otras cosas semejantes, nacen generalmente del desprecio de los demás.

Evitemos todo lo que pueda perjudicar al bien de la paz ; sobre todo, no hablemos mal de nuestro hermano. Si en la Casa nace alguna disensión entre unos monjes con otros o entre los monjes y el Prior, pruébense paciente y humildemente todos los medios que puedan resolver el asunto con caridad, antes de comunicarlo a los Visitadores, al Reverendo Padre o al Capítulo General. Lo mejor es que la paz se conserve en la familia conventual, como fruto del esfuerzo y la unión de todos. El Prior, en esos casos, no se muestre dominante, sino como un hermano ; y si está en culpa, que la reconozca y se enmiende.

Como por causa de los Priores en gran parte decae o florece el espíritu en las Casas de la Orden, procuren edificar con su ejemplo, practicando antes de enseñar, sin permitirse hablar nada que el mismo Cristo no hubiese querido decir por ellos. Entregados a la oración, al silencio y a la celda, háganse merecedores de la confianza de sus súbditos, y mantengan con ellos una verdadera comunión de caridad. Con benignidad e interés vean cuál es su vida en la celda y cuál su estado de ánimo, para atajar sus tentaciones a los comienzos, no sea que luego, cuando el mal está muy arraigado, se aplique demasiado tarde el remedio.

Por último, hoy día hay que evitar sobremanera conformarse al mundo presente. Porque el buscar demasiado y abrazar con facilidad las cosas que miran a la comodidad de la vida, contradicen totalmente a nuestro estado, especialmente porque una novedad llama a otra. Los medios que nos ha concedido la divina Providencia no son para procurarnos una vida de regalo. El camino hacia Dios es fácil, pues se avanza por él no cargándose de cosas, sino desprendiéndose de ellas. Despojémonos hasta tal punto que, habiéndolo dejado todo y a nosotros mismos, participemos del estilo de vida de nuestros primeros Padres.

Capítulo 34


Misión de la Orden en la Iglesia«»

Cuánta utilidad y gozo divino traen consigo la soledad y el silencio del desierto a quien los ama, sólo lo conocen quienes lo han experimentado. Pero esta mejor parte no la hemos elegido únicamente para nuestro propio provecho. Al abrazar la vida oculta, no abandonamos a la familia humana, sino que, consagrándonos exclusivamente a Dios, cumplimos una misión en la Iglesia, donde lo visible está ordenado a lo invisible, la acción a la contemplación.

Si realmente estamos unidos a Dios, no nos encerramos en nosotros mismos, sino que, por el contrario, nuestra mente se abre y nuestro corazón se dilata, de tal forma que pueda abarcar al universo entero y el misterio salvador de Cristo. Separados de todos, nos unimos a todos para, en nombre de todos, permanecer en la presencia del Dios vivo. Esta forma de vida que, en cuanto lo permite la condición humana, se orienta a Dios de forma directa y continua, nos pone en un contacto peculiar con la bienaventurada Virgen María, a la que solemos llamar Madre singular de los Cartujos.

Tendiendo por nuestra Profesión únicamente a Aquel que es, damos testimonio ante un mundo demasiado implicado en las cosas terrenas, de que fuera de Él no hay Dios. Nuestra vida manifiesta que los bienes celestiales están presentes ya en este mundo, preanuncia la resurrección y anticipa de algún modo la renovación del mundo.

Finalmente, por la penitencia participamos en la obra de salvación de Cristo, el cual redimió al mundo esclavo del pecado, especialmente con su oración al Padre y sacrificándose a Sí mismo. Por esto, los que pretendemos vivir este aspecto cristiano de la misión de Cristo, aunque no nos dediquemos a ninguna acción externa, sin embargo ejercitamos el apostolado de una manera preeminente.

Por tanto, para alabanza de Dios, a cuyo fin se fundó especialmente la eremítica Orden cartujana, entregados a la quietud de la celda y al trabajo, ofrezcámosle un culto incesante para que, santificados en la verdad, seamos los verdaderos adoradores que busca el Padre.

Capítulo 35


Los Estatutos mismos«»

Prestemos atención a la disciplina de nuestros Padres, renovada y acomodada en estos Estatutos, y meditémosla continuamente. No la abandonemos, y ella nos guardará. Amémosla, y nos protegerá. Ella es la forma y el sacramento de la santidad determinada por Dios para cada uno de nosotros. Pero es el Espíritu el que vivifica, y quien no nos permite contentarnos con la letra. Porque a esto tienden únicamente los presentes Estatutos, a que, guiados por el Evangelio, recorramos el camino de Dios y aprendamos la amplitud de la caridad.

Lo que no está expresado en los Estatutos, se deja al arbitrio del Prior, con tal que sus disposiciones estén en armonía con ellos. No queremos, sin embargo, que por éste u otro motivo cambien los Priores fácilmente las costumbres sanas y religiosas de sus Casas. Sin embargo, tales costumbres nunca podrán prevalecer contra los Estatutos.

«Si pecare tu hermano, ve y corrígelo a solas tú con él», dice el Señor. Esto requiere una grandísima humildad y prudencia, y es dañoso a menos que se haga movido por pura caridad, que no busca su provecho. Por nuestra parte, deseemos también nosotros ser corregidos. Sin embargo, con frecuencia será mejor encomendar las amonestaciones al Prior, al Vicario o al Procurador, que las llevarán a cabo según se lo dicte su conciencia y prudencia.

Los monjes presten a los Estatutos una obediencia responsable, no por ser vistos como si buscaran agradar a los hombres, sino con sencillez de corazón, temerosos de Dios. No olviden que una dispensa sin causa justa, es nula. Oigan y cumplan también con toda mansedumbre los preceptos y advertencias de sus mayores, sobre todo los del Prior, que hace las veces de Dios. Y si alguna vez yerran como hombres, no tarden en enmendarse para no dar ocasión al demonio ; más bien vuelvan, por el trabajo de la obediencia, a Aquel de quien el hombre se había apartado por la desidia de la desobediencia.

Contemplando todos los beneficios que el Señor ha preparado a los que ha llamado al desierto, alegrémonos con nuestro Padre San Bruno de haber alcanzado el reposo tranquilo del más resguardado puerto, en el que somos invitados a sentir en parte la incomparable belleza del sumo Bien. Gocémonos, pues, por nuestra feliz suerte y por la abundancia de la gracia de Dios para con nosotros, dando siempre gracias a Dios Padre que nos ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. Así sea.