Libro 1

Libro 1 : Los monjes del claustro

Capítulo 3


Los monjes del claustro«»

Los que fueron Padres de nuestra Religión seguían la luz del oriente, la de aquellos antiguos monjes que, caliente aún en sus corazones el recuerdo de la Sangre recién derramada por el Señor, llenaron los desiertos para dedicarse a la soledad y la pobreza de espíritu. Por consiguiente, los monjes del claustro, que siguen este mismo camino, conviene que vivan como ellos en yermos suficientemente alejados de toda vivienda humana, y en celdas libres de todo ruido, tanto del mundo como de la misma Casa ; sobre todo, que permanezcan ajenos a los rumores del siglo.

Quien persevera firme en la celda y por ella es formado, tiende a que todo el conjunto de su vida se unifique y convierta en una constante oración. Pero no podrá entrar en este reposo sin haberse ejercitado en el esfuerzo de duro combate, ya por las austeridades en las que se mantiene por familiaridad con la cruz, ya por las visitas del Señor mediante las cuales lo prueba como oro en el crisol. Así, purificado por la paciencia, consolado y robustecido por la asidua meditación de las Escrituras, e introducido en lo profundo de su corazón por la gracia del Espíritu, podrá ya no sólo servir a Dios, sino también unirse a Él.

Conviene también ocuparse en algún trabajo manual, no tanto por simple distracción del ánimo, cuanto para someter el cuerpo a la ley común de los hombres y conservar y fomentar el gusto por los ejercicios espirituales. Por eso se le conceden al monje en su celda los utensilios necesarios, a fin de evitar que se vea forzado a salir de ella ; porque esto no le está nunca permitido, a no ser para las reuniones en la iglesia o en el claustro, y en otras ocasiones previstas por la regla. Ahora bien, cuanto más austera es la senda que hemos abrazado, tanto más estrictamente nos obliga la pobreza en todas las cosas de nuestro uso. Porque es necesario que sigamos el ejemplo de Cristo pobre, si queremos participar de sus riquezas.

Unidos en comunidad por el amor al Señor, la oración y el celo por la soledad, muéstrense los monjes del claustro como verdaderos discípulos de Cristo, no tanto de palabra cuanto de obra ; ámense mutuamente, teniendo los mismos sentimientos, soportándose y perdonándose si alguno tiene queja contra otro, a fin de que con una misma voz honren a Dios.

Mantengan también los padres en su espíritu el íntimo vínculo por el cual están unidos en Cristo con los hermanos. Reconozcan que dependen de ellos para poder ofrecer al Señor una oración pura en la quietud y la soledad de la celda. Recuerden que el sacerdocio al que han sido elevados representa un servicio a la Iglesia, principalmente en los miembros más próximos, es decir, los hermanos de la propia Casa. Teniéndose mutua deferencia, padres y hermanos vivan en la caridad que es vínculo de perfección y fundamento y cumbre de toda vida consagrada a Dios.

Es propio del Prior mostrar en sí mismo a todos sus hijos, monjes del claustro y laicos, un signo vivo del amor del Padre celestial, y reunirlos en Cristo de tal manera que formen una familia, y cada una de nuestras Casas sea realmente, según la expresión de Guigo, una iglesia cartujana.

La cual tiene su raíz y fundamento en la celebración del Sacrificio Eucarístico, que es signo eficaz de unidad. Es también el centro y cima de nuestra vida, y además viático espiritual de nuestro Éxodo, por donde en la soledad retornamos por Cristo al Padre. Asimismo, en todo el curso de la Liturgia, Cristo como nuestro Sacerdote ora por nosotros, y como Cabeza nuestra ora en nosotros, de modo que en Él podamos reconocer nuestras voces, y en nosotros la suya.

En la vigilia nocturna, nuestro Oficio se prolonga bastante, según antigua costumbre, aunque guardando siempre una discreta moderación. Así se alimenta la devoción interna con la salmodia y se puede vacar el tiempo restante a la oración callada del corazón sin hastío ni cansancio.

Según antigua costumbre nuestra, todo monje del claustro está destinado, por una admirable dignación de la piedad divina, al sagrado ministerio del altar. De donde se manifiesta en él esa armonía que, como dice Pablo VI, existe entre la consagración monástica y la sacerdotal. A ejemplo, pues, de Cristo, se hace juntamente sacerdote y víctima, en olor de suavidad para Dios, y por la unión en el sacrificio del Señor participa de las riquezas insondables de su corazón.

Como nuestro Instituto está ordenado enteramente a la contemplación, hemos de guardar fidelísimamente nuestra separación del mundo. Estamos, por tanto, exentos de todo ministerio pastoral, por mucho que urjan las necesidades del apostolado activo, a fin de cumplir nuestra propia misión dentro del Cuerpo Místico.

Mantenga Marta su ministerio, laudable ciertamente, aunque no exento de inquietud y turbación ; pero permita a su hermana que, sentada junto a los pies del Señor, se dedique a contemplar que Él es Dios, a purificar su espíritu, a adentrarse en la oración del corazón, a escuchar lo que el Señor le diga en su interior ; y así pueda gustar y ver un poquito, como en un espejo y confusamente, cuán bueno es el Señor, mientras ruega por su hermana y por todos los que se afanan como ella. María tiene a su favor no sólo al más imparcial de los jueces, sino también al más fiel de los abogados, al mismo Señor, que no se limita a defender su vocación, sino que hace su elogio, diciendo : «María ha escogido la mejor parte, que no le será quitada». De esta manera la excusó de mezclarse en los cuidados y desasosiegos de Marta, por piadosos que fuesen.

Capítulo 4


La guarda de la celda y del silencio«»

El empeño y propósito nuestros son principalmente vacar al silencio y soledad de la celda. Ésta es, pues, la tierra santa y el lugar donde el Señor y su siervo conversan a menudo como entre amigos ; donde el alma fiel se une frecuentemente a la Palabra de Dios y la esposa vive en compañía del Esposo ; donde se unen lo terreno y lo celestial, lo humano y lo divino. Pero hay que andar mucho por caminos de aridez y sequedad antes de llegar a los manantiales de las aguas y a la tierra de promisión.

Por eso conviene que el que vive retirado en su celda vele diligente y solícito para no procurarse ni aceptar ninguna salida de ella, fuera de las generalmente establecidas ; más bien considere la celda tan necesaria para su salud y vida, como el agua para los peces y el aprisco para las ovejas. Si se acostumbra a salir de ella con frecuencia y por leves causas, pronto se le hará odiosa ; pues, como dice San Agustín : «Para los amigos de este mundo no hay nada más trabajoso que no trabajar». Por el contrario, cuanto más tiempo guarde la celda, tanto más a gusto vivirá en ella, si sabe ocuparse de una manera ordenada y provechosa en la lectura, escritura, salmodia, oración, meditación, contemplación y trabajo. Entretanto, vaya acostumbrándose a la tranquila escucha del corazón, que deje entrar a Dios por todas sus puertas y sendas. Así, con la ayuda divina, evitará los peligros que frecuentemente acechan al solitario : seguir en la celda el camino más fácil y merecer ser contado entre los tibios.

Los frutos del silencio los conoce quien lo ha experimentado. Aunque al principio nos resulte duro callar, gradualmente, si somos fieles, nuestro mismo silencio irá creando en nosotros una atracción hacia un silencio cada vez mayor. Para conseguirlo, está establecido que no hablemos unos con otros sin permiso del Presidente.

El primer acto de caridad para con nuestros hermanos es respetar su soledad. Si se nos permite hablar de algún asunto, sea nuestra conversación tan breve cuanto sea posible.

Los que no son de nuestra Orden ni aspiran a entrar en ella, no se hospeden en nuestras celdas.

Los monjes del claustro dedican todos los años ocho días a una guarda mayor de la quietud de la celda y del recogimiento. Lo que se ha acostumbrado hacer normalmente con ocasión del aniversario de la Profesión.

Dios nos ha traído a la soledad para hablarnos al corazón. Sea, pues, nuestro corazón como un altar vivo, del que suba continuamente ante el Señor una oración pura, por la cual deben ser impregnados todos nuestros actos.

Capítulo 5


El trabajo en la celda«»

El monje del claustro, sujeto a la ley divina del trabajo en su propia vocación, huye de la ociosidad que, según los antiguos, es enemiga del alma. Por ello, abraza con humildad y prontitud todos los trabajos que necesariamente trae consigo una vida pobre y solitaria, a condición, sin embargo, de que todo se ordene al ejercicio de la divina contemplación, a la que está totalmente entregado. Además de los diversos trabajos manuales, forma parte de su tarea diaria el cumplimiento de las obligaciones de su estado, principalmente de las que se refieren al culto divino y al estudio de las ciencias sagradas.

En primer lugar, para no perder inútilmente en la celda el tiempo de la vida religiosa, el monje del claustro debe dedicarse con interés y discreción a estudios apropiados, no por el prurito de saber o de editar libros, sino porque una lectura sabiamente ordenada facilita al alma una instrucción más sólida y pone la base para la contemplación de las cosas celestiales. Yerran, pues, los que juzgan que, descuidando al principio el estudio de la palabra de Dios o abandonándolo después, pueden elevarse fácilmente a la unión íntima con Dios. Así, fijándonos más en la sustancia del contenido que en el brillo aparente de la expresión, estudiemos los misterios divinos con ese deseo de conocer que nace del amor y lo inflama.

Con el trabajo de manos, el monje se ejercita en la humildad y reduce todo su cuerpo a servidumbre, para que su alma adquiera una mayor estabilidad. De donde, en los tiempos establecidos, es lícito dedicarse a trabajos manuales verdaderamente útiles, porque no está bien malgastar en bagatelas y trabajos inútiles un tiempo precioso concedido a cada uno para glorificar a Dios. Sin embargo, no queda excluida de este tiempo la utilidad de la lectura y la oración ; más aún, siempre es aconsejable, mientras se trabaja, recurrir por lo menos a las breves oraciones llamadas jaculatorias. También puede a veces suceder que el peso del trabajo sirva de ancla que sujete el vaivén de los pensamientos, ayudando con ello al corazón a permanecer fijo en Dios constantemente, sin fatiga mental.

El trabajo es un servicio mediante el cual nos unimos con Cristo, que no vino a ser servido sino a servir. Son de alabar ciertamente los que se las arreglan por sí solos para cuidar del mobiliario, de las herramientas y de las demás cosas usadas en la celda, aliviando en lo posible el trabajo de los hermanos. Por lo demás, todos han de tener la celda ordenada y limpia.

Siempre puede el Prior imponer a un padre algún trabajo o servicio para bien de la Comunidad, y él lo acepta con agrado y con alegría de corazón, pues en el día de su Profesión pidió ser recibido como el más humilde servidor de todos. Cuando se encomienda un trabajo a un monje del claustro, sea siempre de tal naturaleza que le permita conservar su libertad interior mientras trabaja, sin preocuparse de la ganancia o de cuándo ha de terminar. Porque conviene que el solitario, atendiendo no tanto a la obra como al fin intentado, pueda mantener su corazón siempre en vela. Mas para que el monje permanezca tranquilo y sano en la soledad, muchas veces será conveniente que goce de cierta libertad en la ordenación de su trabajo.

Normalmente no se ha de llamar a los padres a trabajar fuera de sus celdas, sobre todo en las obediencias de los hermanos. Y en caso de que se destinen algunos padres a hacer un trabajo en común, ellos podrán hablar entre sí de lo que requiera tal trabajo, pero no con los que llegan.

Toda nuestra actividad nazca siempre de la fuente interior, a ejemplo de Cristo, que siempre actúa con el Padre, de modo que el mismo Padre haga las obras permaneciendo en Él. Así seguiremos a Cristo en su vida humilde y oculta de Nazaret, tanto cuando oramos a Dios en lo secreto, como cuando trabajamos por obediencia en su presencia.

Capítulo 6


La guarda de la clausura«»

Desde los principios de nuestra Orden se pensó que, mediante el estricto rigor de la clausura, se expresaría y afirmaría nuestra total consagración a Dios. Cuán grande necesidad debiera mediar para salir fuera, aparece suficientemente claro por el hecho de que el Prior de Cartuja no sale nunca de los términos de su yermo. Ahora bien, como en una misma Orden sus observancias deben guardarse de un modo uniforme y similar por sus profesos, nosotros, que hemos abrazado el propósito cartujano, de donde nos viene el nombre de Cartujos, no admitimos fácilmente excepciones ; pero si alguna necesidad lo exigiera, siempre se ha de pedir permiso al Reverendo Padre, salvo en algún caso urgente y en los demás previstos por los Estatutos.

El rigor de la clausura se convertiría en una observancia farisaica, si no fuera un signo de aquella pureza de corazón a la que únicamente se promete la visión de Dios. Para conseguirla, se requiere una gran abnegación, sobre todo de la natural curiosidad que el hombre siente por todo lo humano. No debemos dejar que nuestro espíritu se derrame por el mundo, andando a la búsqueda de noticias y rumores. Por el contrario, nuestra parte es permanecer ocultos en el secreto del rostro de Dios.

Hemos de evitar los libros profanos o revistas que puedan turbar nuestro silencio interior. Particularmente sería contrario al espíritu de la Orden introducir de cualquier modo en el claustro diarios que traten de política. Aún más, los Priores exhorten a sus monjes que sean muy parcos en las lecturas profanas. Mas esta advertencia requiere una madurez de espíritu y un dominio de sí mismo que sepa aceptar sinceramente todas las consecuencias de esa mejor parte que ha elegido, a saber : sentarse a los pies del Señor y escuchar su palabra.

No obstante, la familiaridad con Dios no estrecha el corazón sino que lo dilata y lo capacita para abarcar en Él los afanes y problemas del mundo, junto con los grandes intereses de la Iglesia, de todo lo cual conviene que el monje tenga algún conocimiento. Sin embargo, la verdadera solicitud por los hombres debe nacer, no de la curiosidad sino de la íntima comunión con Cristo. Cada cual, escuchando interiormente al Espíritu, vea qué es lo que puede admitir en su mente sin que sufra menoscabo su diálogo con Dios.

Si llegase hasta nosotros alguna noticia de lo que ocurre por el mundo, guardémonos de comunicarla a los demás ; dejemos más bien los rumores del siglo allí donde los oímos. Toca al Prior informar a sus monjes sobre los temas que no conviene ignorar, en especial sobre la vida de la Iglesia y sus necesidades.

Sin verdadera necesidad, no busquemos ocasión de hablar con las personas de la Orden y con los demás que a veces llegan a nuestra Casa. Porque no aprovecha al amigo de la soledad, firme en el silencio y ansioso de la quietud, hacer o recibir visitas sin motivo.

Como está escrito : «Honra a tu padre y a tu madre», mitigamos un poco el rigor de la clausura para recibir a nuestros padres y a otros parientes próximos, dos días al año, seguidos o separados. Por lo demás, a no ser que, por amor del Señor, nos lo imponga una inevitable necesidad, evitamos la visita de los amigos y las charlas de los seglares. Sabemos que Dios es digno de que se le ofrezca este sacrificio, que será para los hombres más provechoso que nuestras palabras.

En las Casas de la Orden canónicamente constituidas se guarda estricta clausura según la tradición de la Orden. No se puede admitir dentro de la clausura a mujeres. Cuando hablamos con ellas, observamos la modestia propia de un monje.

Recuerden los monjes que la castidad por el Reino de los Cielos que profesan, ha de estimarse como don eximio de la gracia, pues libera de modo singular su corazón para que más fácilmente puedan unirse a Dios con amor indiviso. De este modo, evocan aquel maravilloso connubio, fundado por Dios y que ha de revelarse plenamente en el siglo futuro, por el que la Iglesia tiene por Esposo único a Cristo. Es, pues, menester que, empeñados en guardar fielmente su vocación, crean en las palabras del Señor y, confiados en el auxilio de Dios, no presuman de sus propias fuerzas y practiquen la mortificación y la guarda de los sentidos. Confíen también en María, quien por su humildad y virginidad mereció ser la Madre de Dios.

Cuánta utilidad y gozo divino traen consigo la soledad y el silencio del desierto a quien los ame, sólo lo conocen quienes lo han experimentado.

Aquí pueden los hombres esforzados recogerse en su interior cuanto quieran, morar consigo, cultivar sin cesar los gérmenes de las virtudes y alimentarse felizmente de los frutos del paraíso.

Aquí se adquiere aquel ojo limpio, cuya serena mirada hiere de amores al Esposo y cuya limpieza y puridad permite ver a Dios.

Aquí se vive un ocio activo, se reposa en una sosegada actividad.

Aquí concede Dios a sus atletas, por el esfuerzo del combate, la ansiada recompensa : la paz que el mundo ignora y el gozo en el Espíritu Santo.

Capítulo 7


La abstinencia y el ayuno«»

Cristo sufrió por nosotros, dándonos ejemplo para que sigamos sus huellas. Lo que practicamos ya aceptando las penalidades y angustias de esta vida, ya abrazando la pobreza con la libertad de hijos de Dios y renunciando a la propia voluntad. También, según la tradición monástica, nos corresponde seguir a Cristo cuando ayuna en el desierto, castigando nuestro cuerpo y reduciéndolo a servidumbre, para que nuestra alma brille con el deseo de Dios.

Los monjes del claustro hacen una abstinencia semanal, generalmente el viernes. Ese día se contentan con pan y agua. En ciertos tiempos y días hacen ayuno de Orden, en el que tienen una sola comida.

La penitencia corporal no debemos abrazarla sólo por obedecer a los Estatutos ; está destinada principalmente a aligerarnos del peso de la carne para que podamos seguir con más presteza al Señor.

Mas si en algún caso, o durante una temporada, sintiera uno que alguna de nuestras observancias supera sus fuerzas, y que más bien lo entorpece que lo impulsa al seguimiento de Cristo, decida, en filial acuerdo con el Prior, la mitigación que le conviene, al menos temporalmente. Pero, teniendo siempre presente la llamada de Cristo, indague lo que está aún dentro de sus posibilidades, y lo que no puede dar al Señor por la observancia común, súplalo de otro modo, negándose a sí mismo y llevando su cruz cada día.

Conviene que los novicios se acostumbren poco a poco a las abstinencias y ayunos de la Orden, a fin de que tiendan al rigor de la observancia con prudencia y seguridad, bajo la dirección del Maestro. Éste los enseñará particularmente a vigilarse para no faltar a la sobriedad a la hora de la refección, so pretexto de los ayunos que han de observar. Así aprenderán a reprimir con el espíritu las obras de la carne, y a llevar en su cuerpo la mortificación de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en sus cuerpos.

Según una observancia introducida por nuestros primeros Padres y guardada siempre con un celo especial, hemos renunciado en nuestro propósito al uso de la carne. Obsérvese dicha abstinencia como algo propio de la Orden y signo del rigor eremítico en el cual, con la ayuda de Dios, queremos perseverar.

Ninguno de nosotros se dé a ejercicios de penitencia fuera de los indicados en estos Estatutos, a no ser con el conocimiento y aprobación del Prior. Pero si el Prior quisiera dar a alguno de nosotros una mitigación en la comida, el sueño o en alguna otra cosa, o imponerle algo duro y grave, no podemos oponernos, no sea que al resistirlo, resistamos no a él, sino al Señor, cuyas veces hace para con nosotros. Pues aunque sean muchas y diversas las cosas que observamos, no esperamos que ninguna de ellas nos aproveche sin el bien de la obediencia.

Capítulo 8


El novicio«»

Quienes, ardiendo en amor divino, desean abandonar el mundo y captar las cosas eternas, cuando llegan a nosotros recibámoslos con el mismo espíritu. Es, pues, muy conveniente que los novicios encuentren en las Casas donde han de ser formados, un verdadero ejemplo de observancia regular y de piedad, de guarda de la celda y del silencio, y también de caridad fraterna. Si llegase a faltar esto, apenas se podrá esperar que perseveren en nuestro modo de vida.

A los que se presenten como candidatos, se los ha de examinar atenta y prudentemente, según el aviso del Apóstol San Juan : «Examinad si los espíritus vienen de Dios». Porque es realmente cierto que de la buena o mala admisión y formación de los novicios depende principalmente la prosperidad o la decadencia de la Orden, tanto en la calidad como en el número de las personas.

Por eso, los Priores deben informarse con prudencia sobre su familia, su vida pasada y sus cualidades de alma y cuerpo ; por la misma razón, convendrá consultar a médicos prudentes que conozcan bien nuestro género de vida. En efecto, entre las dotes por las que los candidatos a la vida solitaria deben ser estimados, ha de contarse sobre todo un juicio equilibrado y sano.

No acostumbramos recibir novicios antes de que hayan comenzado los veinte años ; incluso entre los que pidan ser recibidos, recíbanse tan sólo aquellos que, a juicio del Prior y de la mayoría de la Comunidad, tengan suficiente doctrina, piedad, madurez y fuerzas corporales para llevar las cargas de la Orden ; y que sean lo bastante aptos, sin duda para la soledad, pero también para la vida común.

Pero conviene que seamos más circunspectos en la recepción de las personas de edad madura, puesto que se adaptan más difícilmente a las observancias y nuestra forma de vida ; por eso no queremos que alguien sea recibido después de los cuarenta y cinco años, sin licencia expresa del Capítulo General o del Reverendo Padre. Tal licencia se requiere también para admitir al noviciado a un religioso ligado con el vínculo de la Profesión en otro Instituto, y si se trata de un profeso de votos perpetuos, el Reverendo Padre necesita el consentimiento del Consejo General. Para admitir a alguien ligado anteriormente con votos a un Instituto religioso, se nos aconseja oír antes al Reverendo Padre.

Cuando se nos presenta alguno con deseos de ser monje del claustro, primero se le pregunta en particular qué motivo y qué intención lo mueven a ello. Y si realmente se ve que sólo busca a Dios, se lo examina sobre algunos puntos que entonces es preciso conocer : si tiene la debida formación cultural para un monje que ha de ser promovido al sacerdocio, si puede cantar y si tiene algún impedimento canónico. Sin embargo, el postulante no podrá iniciar el noviciado hasta que tenga los suficientes conocimientos de lengua latina.

Cumplido esto, se expone al candidato el fin de nuestra vida, la gloria que esperamos dar a Dios por nuestra unión con su obra redentora, y cuán bueno y gozoso es dejarlo todo para adherirse a Cristo. También se le propone lo duro y áspero, haciéndole ver, en cuanto sea posible, todo el modo de vida que desea abrazar. Si ante esto sigue decidido, ofreciéndose con sumo gusto a seguir un camino duro, fiado en las palabras del Señor, y deseando morir con Cristo para vivir con Él, por fin se le aconseja que, conforme al Evangelio, se reconcilie con aquellos que tuvieren alguna cosa contra él.

Después de una probación de tres meses, al menos, y no más de un año, el postulante, en una fecha determinada, se presenta a la Comunidad, que dará otro día su voto acerca de la admisión.

El novicio, puesto que va a seguir a Cristo dejando todas sus cosas, entregue al Prior íntegramente el dinero y lo demás que acaso trajo consigo, a fin de que no sea él mismo sino el Prior, o el que el Prior disponga, quien lo guarde a modo de depósito. Por nuestra parte, no exigimos ni pedimos absolutamente nada a los novicios ni a los que quieren entrar en nuestra Orden.

El noviciado se prolonga durante dos años ; tiempo que el Prior podrá prorrogar, pero no más de seis meses.

No se deje aplanar el novicio por las tentaciones que suelen acechar a los seguidores de Cristo en el desierto, ni confíe en sus propias fuerzas, sino más bien espere en el Señor que dio la vocación y llevará a término la obra comenzada.

Capítulo 9


El Maestro de novicios«»

La formación de los novicios se ha de encomendar a un Maestro que se distinga por su prudencia, caridad y observancia regular, que esté dotado de la debida madurez y experiencia de las cosas de la Orden, que sienta una afición especial a la quietud y a la celda, que irradie amor por nuestra vocación, que entienda la diversidad de espíritus y tenga una mentalidad abierta a las necesidades de los jóvenes. Al ocuparse con todo corazón de la perfección espiritual de sus alumnos, sepa también excusar los defectos ajenos.

El Maestro muéstrese solícito y vigilante respecto a la recepción de los novicios, anteponiendo el mérito al número. Para que uno sea cartujo no de puro nombre, sino real y verdaderamente, no basta querer ; se requiere además, junto con el amor a la soledad y a nuestra vida, cierta aptitud especial de alma y cuerpo, por donde se conozca la vocación divina. Todo esto téngalo en cuenta el Maestro, a quien principalmente pertenece el examinar y probar a los principiantes. No olvide que ciertos defectos, que en un principio parecían quizá de poca monta, frecuentemente suelen crecer y arraigarse más después de la Profesión. Es asunto grave el rechazar o despedir a alguien, y sólo se ha de decidir tras madura deliberación. Sin embargo, recibir a alguno o retenerlo largo tiempo, cuando consta que le faltan las dotes necesarias, es una falsa y casi cruel compasión. Esté muy en guardia el Maestro para que el novicio se decida en su vocación con plena libertad, y no lo coaccione en modo alguno para que haga la Profesión.

El Maestro visitará al novicio en momentos oportunos, instruyéndolo en las observancias de la Orden que un novicio no debe ignorar. Cuidará, además, especialmente de que el novicio estudie con interés los Estatutos de la Orden. Al Maestro toca también formar los hábitos del novicio, dirigirlo en sus ejercicios espirituales y poner remedios oportunos a sus tentaciones. Esté atento a que, de día en día, aumente el amor de los alumnos hacia Cristo y la Iglesia. Aunque, a ejemplo de nuestro Padre San Bruno, debe tener entrañas de madre, es preciso también que muestre una energía de padre, para que la formación del principiante sea monástica y varonil. Deje, sobre todo, que los novicios experimenten la vida solitaria en la celda y su austeridad, y enséñelos a prestarse mutuamente auxilio espiritual con caridad sincera y sencilla.

Es muy provechoso, ciertamente, que el novicio se dedique al estudio y al trabajo manual ; pero no basta que el solitario esté ocupado en su celda y persevere laudablemente así hasta la muerte ; necesita, además, otra cosa : el espíritu de oración y plegaria. Faltando el vivir con Cristo y la íntima unión del alma con Dios, de poco servirá la fidelidad en las ceremonias y la misma observancia regular, y nuestra vida se podría justamente comparar a un cuerpo sin alma. Por consiguiente, nada tenga más en el corazón el Maestro que inculcar este espíritu y acrecentarlo con discreción, para que los novicios después de su Profesión se acerquen cada día más a Dios y consigan el fin de su vocación.

Cuide mucho el Maestro de acudir siempre a las fuentes de toda vida cristiana, a los documentos de la tradición monástica y a la primitiva inspiración de nuestra Orden. Exponga cumplidamente el espíritu de nuestro Padre San Bruno y vele por las sanas tradiciones, recopiladas principalmente por Guigo y guardadas fielmente desde el nacimiento de la Orden.

A partir del segundo año, los novicios comenzarán sus estudios, que serán prudentemente orientados hacia una formación al mismo tiempo monástica y sacerdotal, según las normas de la Ratio Studiorum. Los monjes no sean promovidos al sacerdocio hasta que estén dotados de suficiente madurez humana y espiritual, a fin de que puedan participar más plenamente de este don de Dios.

Capítulo 10


La Profesión«»

Muerto al pecado y consagrado a Dios por el bautismo, el monje por la Profesión se consagra más plenamente al Padre y se desembaraza del mundo, para poder tender más rectamente hacia la perfecta caridad. Unido al Señor mediante un compromiso firme y estable, participa del misterio de la Iglesia unida a Cristo con vínculo indisoluble, y da testimonio ante el mundo de la nueva vida adquirida por la Redención de Cristo.

Cuando se acerca el fin del segundo año de noviciado, si el novicio parece digno de ser admitido, se lo presentará a la Comunidad que, después de algunos días, bien pensado el asunto, dará su parecer sobre la admisión del novicio. Éste, por su parte, no haga los votos sino con plena libertad y madurez de juicio.

Esta primera Profesión se emite por tres años. Pasado este plazo, corresponde al Prior, tras el voto de la Comunidad, admitir al joven profeso a pasar dos años con los profesos de votos solemnes. En tal caso, el monje renovará por un bienio la Profesión temporal. Durante uno de estos dos años – normalmente el segundo –, el futuro profeso estará libre de estudios y clases para que pueda prepararse más concienzudamente a los votos solemnes.

Porque el discípulo que sigue a Cristo debe renunciar a todo y a sí mismo, el futuro profeso, antes de la Profesión solemne, renuncie a todos los bienes que tiene en acto ; puede también, si quiere, disponer de los bienes a los que tenga derecho. Ninguna persona de la Orden pida nada en absoluto de sus cosas al profeso temporal, ni siquiera con fines piadosos, ni para dar limosna a quien sea, sino que él debe disponer libremente de sus bienes según le plazca.

El que va a profesar escriba por sí mismo la Profesión en la forma y con las palabras : «Yo, fray N., prometo… estabilidad, y obediencia y conversión de mis costumbres, delante de Dios y de sus Santos y de las Reliquias de este yermo, que está construido en honor de Dios y de la bienaventurada siempre Virgen María y de San Juan Bautista, en presencia de Dom N., Prior».

Después de la palabra «prometo», si se trata de la primera Profesión temporal, se añade «por tres años», y cuando esta Profesión se prorrogue, especifíquese el tiempo de la prórroga ; mas si se trata de la Profesión solemne, dígase «perpetua».

Es de saber que todos nuestros yermos están dedicados en primer lugar a la Santísima Virgen María y a san Juan Bautista, nuestros principales patronos en el cielo.

La cédula de toda Profesión debe ser firmada por el profeso y por el Prior que ha recibido los votos, y llevar consignada la fecha ; se la conserva en el archivo de la Casa.

Hecha la Profesión, el que ha sido recibido de tal manera se considere ajeno a todo lo del mundo, que no tenga potestad sobre cosa alguna, ni siquiera sobre sí mismo, sin licencia de su Prior. Dado que todos los que determinaron vivir regularmente han de practicar con gran celo la obediencia, nosotros lo haremos con tanta mayor entrega y fervor, cuanto más estricta y austera es la vocación que hemos abrazado ; pues si, lo que Dios no permita, esta obediencia faltare, tantos trabajos carecerían de premio. De aquí que Samuel diga : «Mejor es obedecer que sacrificar, y mejor la docilidad que la grasa de los carneros».

A ejemplo de Jesucristo, que vino a cumplir la voluntad de su Padre y, tomando la forma de siervo, aprendió por sus padecimientos la obediencia, el monje se somete por la Profesión al Prior, que hace las veces de Dios, y se esfuerza por llegar a la medida de la plenitud de Cristo.