En el retiro de los monasterios y en la soledad de las celdas, paciente y silenciosamente, los cartujos tejen el traje nupcial de la Iglesia.
(Juan Pablo II)
1. Para alabanza de Dios
Cuando san Bruno deja Reims, sabe lo que busca, y el abandono de sus primeros compañeros no le apartará de su proyecto. Junto con otros nuevos compañeros llega a Grenoble, y allí se deja conducir al desierto de la Cartuja por san Hugo. Quien ha conocido el lugar en pleno invierno, no puede por menos que quedar impresionado: el nombre de “desierto” aplicado a la Cartuja no tiene nada de exagerado.
¿Qué es lo que busca? Los Estatutos de la Orden siguen resumiéndolo hoy en día en una sola frase: “Para alabanza de la gloria de Dios, Cristo, el Verbo del Padre, ha escogido desde siempre, por medio del Espíritu Santo, algunos hombres y mujeres para guiarlos a la soledad y unírselos en íntimo amor”. Sí, desde siempre, los enamorados buscan encontrarse a solas ; no busquemos en otro lado el sentido de la soledad en la Cartuja.
Menos de un siglo más tarde, las monjas de Prebayón, en la Provenza francesa, deciden abrazar la regla de vida de los monjes de Cartuja. Durante la jornada, en diversas ocasiones, los monjes cartujos y las monjas cartujas forman un solo cuerpo, cantan la alabanza de Dios. Por su participación en el sacrificio eucarístico, por el Oficio divino y toda la liturgia, la familia cartujana está unida a Cristo, y al servicio de la adoración de la Iglesia.
2. Soledad
« Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, y ve ! » (Gn 12, 1). Esta llamada de Dios a Abraham para hacerle depositario de una bendición se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia sagrada. Es la llamada lanzada a Moisés y a los hebreos a penetrar en el desierto, posteriormente dirigida también a los profetas. La misma llamada ha seguido resonando a lo largo de los siglos y hasta nuestros días, y algunos hombres y mujeres han dejado todo para pertenecer sólo a Dios.
Nuestra vida de monjas cartujas es una vida contemplativa caracterizada por la soledad. Todo nuestro deseo es responder a la llamada de Dios, devolviéndole amor por Amor. Nuestros monasterios, alejados de lugares habitados, son « desiertos » para favorecer nuestro encuentro con Dios. En efecto, nuestro principal empeño y nuestra vocación son encontrar a Dios en el silencio y la soledad ; « En ella (escribe san Bruno), Dios y su siervo conversan con frecuencia como amigos ».
Dios hace al profeta Oseas la mejor de sus promesas : « Voy a seducirla, llevándomela al desierto y hablándole al corazón » (Os 2,16). Jesús es empujado por el Espíritu al desierto (Mc 1 ,12) y permanece allí, a solas, con su Padre. Jesús nos invita también a nosotras a entrar en la soledad para encontrar a su Padre : « Tú, cuando quieras rezar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido ; tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará » (Mt 6,6).
Como lo ha hecho con Jesús, el Espíritu continúa empujando algunos hombres y mujeres al desierto. Los primeros monjes y las primeras monjas se han retirado a los desiertos de Egipto, y allí ha nacido la vida consagrada. A veces, Dios pide esta ruptura con nuestros vínculos naturales, pero a cambio ofrece una tierra nueva: ser llamado al desierto significa elegir caminar con el Señor, sin saber dónde nos conducirá. Es un modo de vida que permite una apertura particular a las cosas divinas, es permanecer junto a la Fuente. « Cuánta utilidad y gozo divinos aportan la soledad y el silencio del desierto a sus enamorados, sólo lo saben quienes lo han saboreado » (Carta de san Bruno a Raúl). Pero al mismo tiempo, es el lugar de la prueba y la purificación que nos hacen capaces de ejercer mejor nuestra misión de alabanza, intercesión y representación en la Iglesia.
3. Comunión de solitarias
Cuando Jesús se retiraba a un lugar desértico para rezar, seguía estando en comunión con sus discípulos. San Bruno fue al « desierto » de la Cartuja para vivir con Dios, pero lo hizo junto con seis compañeros que habían recibido la misma llamada que él. Juntos construyeron los eremitorios, juntos se entregaban a la alabanza de Dios en su pequeña iglesia. En su eremitorio cada monje rezaba, leía trabajaba, comía, dormía, pero su soledad no le alejaba de sus hermanos, que hacían lo mismo que él en el mismo momento. La comunión entre los hermanos era intensa, como se puede ver en la carta de san Bruno a sus hermanos de la Gran Cartuja. Esta unión se enraizaba en Dios Amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, presente en todos y cada uno de ellos.
Los cartujos y cartujas de hoy en día aspiran a la misma armonía entre vida solitaria y comunitaria que sus predecesores. Serán una comunión de solitarios si se dejan invadir por el amor de Cristo. Gracias a su amor le amarán a Él y a sus hermanos, indisolublemente. La vida solitaria en las celdas o en las obediencias, aviva y alimenta en nuestros corazones el fuego del amor divino, que nos hace miembros los unos de los otros.
Encontramos un símbolo de esta comunión de solitarios en el plano de una cartuja: cada eremitorio o « celda » se compone de una pequeña casa y un jardín; esta « celda » se abre a un claustro que conduce a los lugares comunitarios, iglesia, capítulo, refectorio, biblioteca.
La vida de comunión se concretiza en la liturgia cotidiana, pero los domingos y los días de fiesta, la manifestamos aún más: el domingo comemos juntas a mediodía en el refectorio y por la tarde tenemos un encuentro fraterno. Tercia, Sexta y Nona se cantan también en la iglesia. Gracias a estos encuentros se concede mayor espacio al consuelo que aporta la vida de familia.
Este coloquio semanal nos une: es un encuentro de amistad donde nos comunicamos en profundidad a partir de la Palabra del Señor, a la luz de la cual intentamos después orientar nuestra vida.
Además, una vez a la semana, tenemos otro encuentro fraterno en el curso de un paseo llamado espaciamiento, que dura unas tres horas. Cada una puede encontrarse alternativamente con las demás, lo que favorece la unión de las almas y su expansión, alimenta el afecto mutuo, asegura un buen ejercicio físico y nos ayuda a vivir en la soledad.
A poca distancia del monasterio, en un eremitorio propio, habitan uno o dos monjes cartujos que comparten nuestra vida litúrgica y se encargan de celebrar la Eucaristía y los otros sacramentos.
4. En el corazón de la Iglesia.
Nuestra comunión no se establece sólo entre los miembros de una misma cartuja, ni entre todos los hijos e hijas de san Bruno. Se extiende a toda la Iglesia visible e invisible. Elegir la vida solitaria no nos hace desertar de la familia humana. La unión con Dios, si es verdadera, no nos encierra en nosotras mismas sino, muy al contrario, abre nuestro espíritu y dilata nuestro corazón hasta abarcar el mundo entero y el misterio de la Redención de Cristo.
Separadas de todos, estamos unidas a todos y así, en nombre de todos, permanecemos en presencia del Dios vivo. La oración solitaria es la parte que Dios y la Iglesia nos han confiado, nuestra cooperación a la obra incesante de Cristo: « Mi Padre sigue actuando y yo también actúo » (Jn 5,17). La monja cartuja, al mismo tiempo que permanece fiel a la llamada recibida de Dios, da también su vida por sus hermanos en el mundo, ya que la oración de cada uno pertenece a todos, y la de todos es también de cada uno, tanto en el cielo como en la tierra. El Espíritu Santo suscita la oración de Cristo en nosotras por la fe y el amor. Puesto que somos miembros de su cuerpo, nuestra oración es suya, nuestro silencio anuncia su buena noticia y nuestra vigilancia, su venida.
En el corazón de la Iglesia las monjas cartujas están llamadas por Dios a « vivir en comunión con su Hijo, Jesucristo » (1Co 1,9), imitando su vida oculta en Nazaret y rezando junto con Él en la montaña. Estar orientadas únicamente hacia Aquel que es, dilata el corazón y lo hace capaz de presentar ante Dios las aspiraciones y los sufrimientos del mundo. Pero lo que la vida cartujana testimonia ante todo es el amor de Dios, que su amor es suficiente para colmar una vida, que Él debe ser amado gratuitamente, como Él mismo nos ha amado, simplemente porque Él lo merece, para alabanza de su gloria.