1. Los primeros pasos
Todo comienza por la semilla del bautismo. Por la vida que surge como una fuente. Para todo cristiano es el comienzo de una aventura o, mejor dicho, el principio de una relación.
Para san Bruno, un día, el murmullo de esta fuente se hizo sentir de forma irresistible: dejarlo todo por Dios solo. Invitación interior, pero también elección por hacer. A este llamado todo debía quedar subordinado: desentenderse del mundo para volverse completamente hacia Dios. Desprendimiento de lo creado, apego a Dios. Para Bruno eso no puede realizarse sino en una vida consagrada plenamente a amar a Cristo, a reproducir su vida interior, a prolongar su oración en el secreto de la soledad. La soledad permite a la monja (como san Bruno lo escribe a su amigo Raúl) « morar consigo », lo cual en realidad quiere decir: permanecer atenta a la Presencia divina en el fondo de su corazón, de forma estable.
Entonces se instaura un diálogo muy personal con el Señor, el de la esposa con Cristo su Esposo. Una pertenencia mutua muy íntima, en el amor. Pero en ese «Yo-Tú» se encuentra presente en realidad toda la Iglesia, pues es ella, toda entera, la que tiene a Cristo como único Esposo. Esposa, y al mismo tiempo Madre, porque da a luz a una vida nueva, alimentada por el pan de la Palabra y el pan eucarístico.
La monja se compromete pues en un camino que la hará amar siempre más. Todas las banalidades de su existencia quedan transfiguradas.
2. El lugar de la purificación
Pero esta respuesta será sometida a la prueba: a veces por rudos combates, pero sobre todo por una pequeña lucha persistente que desgasta. Vivir dentro no es fácil. Se aprende.
La monja, como todo ser humano, lleva en ella energías que lo único que piden es ser liberadas. Esas energías la llevan al exterior. Sus manos necesitan hacer algo, sus ojos ver, su mente ocuparse de pensamientos y lecturas, su imaginación perseguir sus sueños, su voluntad perderse en la multiplicidad de sus deseos.
En presencia de tales aspiraciones que van en todas las direcciones, la tentación puede ser grande de satisfacerlas por medio de compensaciones variadas. En realidad, hay que aceptar esta experiencia de vacío. Esta es la prueba decisiva. A menudo se presentará bajo el rostro de renuncias humildes y concretas: el ritmo cotidiano de la vida trae sus pruebas, sus contrariedades. La celda que los primeros días parecía amplia, parece estrecharse. Deseos de espacio, de viajes, pueden despertar. Los seres queridos de la familia, los amigos y amigas parecen lejos.
La monja que hace la experiencia de esos vacíos comienza el doloroso descubrimiento de su impotencia de amar en la gratuidad. Ve levantarse en primer plano el sentimiento de su debilidad, de sus contradicciones, de sus divisiones, de la esclavitud de sus deseos.
Con todo, a pesar de las caídas, las regresiones, las tentaciones de desánimo, ella halla apoyo en la decisión inicial, la que Dios puso en su corazón: darlo todo por amor. En el secreto de su corazón, el deseo de Dios permanece. Busca sin cesar el perdón divino, y también la Mano divina, que la tomará y la hará pasar a la otra orilla, la del ser nuevo en Cristo. En breve, ¡se salva por la paciencia (Lc 21,19)! El Espíritu está presente para conducirla. La monja aprende que ella no produce por sí misma la gracia que tanto necesita. Le viene de un más-allá y le será dada siempre.
3. La obra de la gracia
La monja renace así, poco a poco, a una existencia nueva, esencialmente marcada por el sello de la vida solitaria. Sobre esta base fundamental y bajo la inspiración del Espíritu Santo, cada una encuentra en toda libertad « su » propio camino de oración, apoyándose de nuestros amigos los Santos, los cuales recorrieron ya ese camino y salieron vencedores. Así todas las llamadas « escuelas de espiritualidad » pueden tener su lugar en la cartuja.
De este modo, conducida no más por sus propias fuerzas sino por la gracia divina, la monja encontrará poco a poco su centro al interior de ella misma. Ella sabe, en la fe, que lleva en su corazón un gran misterio. La Santísima Trinidad se encuentra allí por entero. Cristo vive en su corazón. Se sabe llamada, invitada por el Señor a eso: vivir de la Fuente interior, a dejarla brotar y obrar en ella.
El Espíritu viene, trayéndo el verdadero « alimento » a cada una de sus tendencias, para unificarlas, para estabilizarlas como con un ancla en el recuerdo incesante del Nombre divino. Primero que todo le otorga el aceptar, sin volver atrás, ser despojada, el hacer la experiencia de su debilidad sin buscar a colmar el abismo que se abre, el renunciar a su propio valor en lo que hace. Cuando la semilla se entierra, primero no se ve nada, nada más que la tierra desnuda. Y sin embargo la semilla da su fruto. Se produce poco a poco la unificación del alma, que se resuelve en un solo acto simple: convertirse en pura mirada, una mirada fija sobre el Amado.
Entonces prevalece el silencio: el Silencio divino contra el cual ella ha tropezado tanto, se convierte en Presencia de Dios, en unión. Silencio que es receptividad, pasividad bajo el Amor divino, el cual es infinitamente discreto, respetuoso de su libertad.
Y esta vida germina. Como el Señor había alimentado a su pueblo en la árida soledad del desierto, así la alimenta en la soledad de su celda. Tiene su Palabra. La Palabra eterna se hizo carne para hacerse visible, y su manifestación se prolonga para nosotros. Su carne se dejó ver crucificada sobre la cruz, en las heridas de su rostro desfigurado; se deja oír en la Palabra inspirada, que la monja medita cada día. Es una vigilia, la espera del retorno del Señor (Lc 12, 35-40), tan amada de san Bruno.
En esto reside el gozo de las bodas. La vida de celda, caminar continuo e infatigable, tiende sin embargo hacia un reposo, el de la unión con el Amado. El término deseado, sin saberlo, está ya presente en su marcha. Sentimiento profundo de que pertenece totalemente a Dios, que colma su deseo. Gozo de descubrir que no se le pide amar primero a Dios, sino de ver ante todo que Dios la ama. Como los discípulos sobre la montaña de la Transfiguración, no ve más que a Jesús solo, habiendo sido introducida ella misma en la nube donde él se esconde.