La Vocación

Que nuestro corazón sea como un altar vivo de donde se eleve al Señor una oración pura, y que ésta impregne todas nuestras acciones.

(Estatutos)

1. La llamada de Dios

Desde hace casi tres mil años la Palabra de Dios continúa estando viva: « Voy a seducirla, llevándomela al desierto y hablándole al corazón » (Os 2,16). Dios atrae. Dios cautiva. Dios quiere que participemos en su amor desbordante. Dios quiere « casarse en la fidelidad para darse a conocer » (Os 2,21-22). Y Dios arrastra al desierto. Soledad y despojamiento, aridez, sed… pero el desierto también tiene sus oasis: ¡Dios habla y su Palabra estalla en alegría!

Por Él, las monjas cartujas han dejado todo. Con Él, viven. En Él permanecen. ¿Puede Dios verdaderamente exigir que se viva sólo para Él? Él no lo exige. Más bien, lo espera. ¿Acaso no merece que un pequeño número de los que Él ha creado y redimido se consagren a alabar a su Creador, a glorificar a su Salvador? La vida en la cartuja tiene un carácter de absoluto: Dios sólo, para siempre.

« No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure » (Jn 15,16). La llamada es una iniciativa de Dios que ha creado a cada ser humano par unirlo a Él en íntimo amor. La respuesta a esta llamada está inscrita en el corazón de todo bautizado por el deseo más o menos escondido de la unión a Dios que ya resplandece en el amor fraterno. Este deseo se revela más intensamente en aquellos o aquellas que quieren consagrar toda su vida al Señor.

La vocación cartujana es la radicalización de la vocación bautismal, que el llamado está invitado a vivir sin ningún intermediario. Nuestro padre san Bruno, en su carta a los hermanos de la Cartuja, insiste en que se trata de un puro don de Dios, que Él concede a quien quiere y que no depende sólo de quererlo. La gracia pasa por el camino humilde de la naturaleza. Por consecuencia, además del amor a la soledad y a nuestra vida, la candidata deberá tener las aptitudes físicas y psíquicas en las que podrá reconocerse la llamada divina; dicho de otra manera, si avanzando en el seguimiento de Jesús en la renuncia de ella misma, llevando cada día su cruz, se desarrolla poco a poco en todas las dimensiones de su persona.

Este discernimiento se realizará a lo largo del tiempo de “probación” (es decir, durante los largos años que la preparan al compromiso definitivo de la profesión solemne), ciertamente con una vigilancia particular durante el Postulantado y el Noviciado.

2. La respuesta

Cautivada por el amor de Cristo, la monja cartuja se ha entregado a Él. Se ha liberado con la esperanza de amarle hasta el extremo, a Él y a los suyos en el mundo. Amar como Él ha amado y con su amor. Ha seguido a Jesús al desierto, pero Jesús quiere que continúe profundizando aún más en su seguimiento.

¿Se termina alguna vez de dejar todo por Él?, ¿se termina alguna vez de buscar su rostro? Dios es la eterna fidelidad de un amor perpetuamente nuevo. Para una monja cartuja, amarle es permanecer siempre sólo con Él y compartir así su fidelidad. Amarle es responder a su amor, amor siempre nuevo, con la alegría de una marcha incesante con Él a través del desierto. El desierto cartujano puede ser el lugar de una hermosa aventura, más apasionante que una expedición al Sáhara. La monja deja al lado del camino todo lo que puede estorbar y amputar su impulso hacia el Señor. Lo que le importa ya no es lo que ella quiere, sino lo que quiere Cristo.

¿Qué quiere Él? Hacer de ella su esposa. Quiere para ella esta vida totalmente consagrada a Él en el eremitorio de una cartuja, con toda su monotonía y toda su alegría. La monja también la quiere y se hace disponible a los menores deseos del Señor.

Dos modalidades

La vocación de monja cartuja puede ser vivida según dos modalidades: las monjas de claustro y las monjas conversas. Las dos son plenamente contemplativas, las dos totalmente orientadas a la contemplación. Pero los medios son un poco diferentes para cada una de ellas.

Las monjas de claustro

Las monjas de claustro viven en sus eremitorios la mayor parte de la jornada, ocupadas en rezar, estudiar, trabajar. Tienen especialmente encomendada la celebración de la liturgia comunitaria. Realizan diversos trabajos en la celda: costura, telar, mecanografía, carpintería, encuadernación, pintura de íconos, jardinería, etc. Trabajar unidas a Jesús en su vida pobre y escondida de Nazareth, es un trabajo contemplativo. La unión a la voluntad del Padre por medio de las obras inspiradas por una verdadera obediencia, para el bien de la comunidad, es el alimento inagotable para quien desea ardientemente a Dios. La ocupación corporal y manual puede facilitar igualmente una oración simple, un diálogo casi incesante con el huésped interior. Las tareas más arduas invitan a la monja a una comunión más profunda con la Pasión de Cristo, nuestro Salvador.

Las monjas conversas

Las monjas conversas llevan una vida de auténtica soledad y, además de a la oración y al estudio, dedican una parte de la jornada a trabajar fuera de su eremitorio en el recinto del monasterio. Su trabajo principal concierne al servicio de la comunidad en sus aspectos más prácticos. Por ejemplo, una monja conversa, más que en su celda, trabajaría preferentemente en lo que se llama “obediencia”: podría tratarse de la cocina, la lavandería, la hospedería, la enfermería, etc. Las monjas conversas, según sus inclinaciones, se consagran a las múltiples tareas domésticas al servicio de la comunidad y al mantenimiento de la casa. Aunque de vez en cuando necesiten ayudarse entre sí, lo más habitual es que trabajen solas. Normalmente la monja conversa participa en el coro, en la iglesia, a las mismas celebraciones litúrgicas que las monjas de claustro, aunque puede elegir entre cantar el oficio o rezar en silencio. En la soledad, pueden seguir los oficios litúrgicos ya sea con salmos o con Padres Nuestros y Ave Marías.

Las monjas de claustro y las monjas conversas comparten la responsabilidad de la misión que incumbe a las comunidades cartujanas: hacer existir en el seno de la Iglesia una familia de solitarias integralmente contemplativas.

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3. Etapas de la formación

La formación

La joven que viene al monasterio sigue un camino de iniciación a una nueva vida. En ella todo deberá estar ordenado a la contemplación. Entra en la escuela de san Bruno para que toda su persona, poco a poco, se configure con Cristo, según la llamada que ha recibido de Dios.

Al mismo tiempo, la formación tiende a favorecer el desarrollo integral de su persona, tanto en el ámbito humano como espiritual. Es una aventura interior en la búsqueda de lo verdadero, de lo bueno, de lo bello.

El itinerario de formación

Una joven que desee ser monja cartuja pasará las siguientes etapas:

Aspirantado: La que desea responder a la llamada del Señor según el carisma cartujano es invitada a hacernos una breve visita al monasterio para un primer encuentro; a continuación, hará un retiro de una semana en el interior, y finalmente un retiro de un mes, renovable, según las posibilidades de cada una. El primer año es por tanto una toma de contacto con el fin de conocer la vida del monasterio y las hermanas.

Postulantado: La joven toma el « manto » y vive en el interior de la clausura. Sigue acompañada durante un año para el discernimiento de su vocación, aunque ya participa de las observancias comunes. La edad límite de admisión son 35 años.

Noviciado: Dura dos años. La postulante toma el hábito cartujano y es admitida en la comunión de la Orden. La ceremonia de la « toma de hábito » expresa visiblemente una integración más profunda en la familia cartujana. La novicia se forma a la vida espiritual, al estudio de la liturgia y de las observancias cartujanas. Aprende a trabajar en el recogimiento. Comienza también un ciclo de estudios destinados a completar su formación doctrinal y monástica.

Primeros votos: Al final del noviciado, la novicia emite los votos por tres años. La profesión es el don libre y consciente de toda su persona al Señor, por amor. La joven profesa reviste una « cogulla » (o escapulario) a la que se añaden las « bandas » en signo de su profesión. Esta etapa de la formación se desarrolla todavía bajo la guía de la maestra de novicias. La maestra la acompaña siempre en el camino de su formación humana y espiritual. En el curso de estos tres años, la joven profesa profundizará la formación espiritual y monástica comenzada ya en el noviciado.

Renovación de votos: La profesión se renueva por dos años. La joven profesa deja el noviciado y « pasa a la comunidad », es decir, vive con las profesas de votos solemnes en vistas a un conocimiento recíproco más profundo, experimentando así integralmente la vida que piensa abrazar.

Profesión solemne: Al final de estos dos años tiene lugar la profesión solemne que compromete a la persona por toda la vida. A partir de ese momento, la monja forma parte de las profesas de votos solemnes, con sus responsabilidades y derechos, abrazando así definitivamente la vida a la que se sentía llamada.

Después de la profesión solemne o la donación perpetua, las monjas cartujas que lo deseen pueden recibir la consagración virginal. Esta consagración sigue un rito particular que comprende no sólo la entrega por parte del obispo del velo y del anillo, signos exteriores de la unión indisoluble con el Esposo divino, sino también la entrega de la estola, que confiere a la consagrada algunos privilegios litúrgicos; el más importante de ellos es la proclamación del Evangelio en determinadas ocasiones. Las monjas cartujas han guardado este rito como un signo concreto de la llamada que el Señor dirige a la Orden Cartujana de llevar una vida totalmente consagrada a Él.

A la profesión solemne sigue una Formación permanente. Su fin es alimentar la búsqueda constante y ardiente del Señor; está orientada a evitar relajarse en el impulso hacia Dios o dormirse en el camino. La monja, trabajando sin cesar en el mejor conocimiento de sí misma y del Señor, sabe que revestir a Cristo es una obra de transformación que se prolonga durante toda la vida. La formación permanente procura la fineza de espíritu y la luz que mantienen el gusto por Dios y guían la marcha hasta el último encuentro.

4. Testimonios

A. Del mundo a la Cartuja

« ¿Por qué estamos en la Cartuja? Con las matices propios de cada una, todas hemos seguido el mismo camino. Hemos corrido el riesgo de dejar todo: una familia, unos amigos, una profesión, diversiones, compromisos… ¿Por qué ?

Dábamos gracias a Dios por una vida que nos gustaba. Pero, al mismo tiempo, experimentábamos sed. Poco a poco descubrimos que la oración podía calmar esa sed…

Teníamos sed de Dios. Buscábamos a Dios y Él también nos buscaba. Deseaba encontrarnos. Nos atraía hacia la soledad y nos hacía comprender que ese era nuestro camino para ir hacia Él. En el silencio, escuchábamos a Jesús en el Evangelio: « Cuando tú vayas a rezar, entra en tu cuarto, cierra la puerta y reza a tu Padre que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará » (Mt 6,6).

Hemos intentado unir nuestra voluntad a la de Jesús para nosotras. Él nos ha hecho presentir débilmente lo que podría ser un encuentro con Él. « Permaneced en mí y yo en vosotros » (Jn 15,4). Él nos ha abierto más y más a su amor… hasta el día en que hemos recibido de Él el impulso de darle todo. ¿Darle todo? ¿Cómo ?

Su Providencia nos hizo conocer la existencia de las monjas cartujas. Lo poco que conocimos parecía corresponder al deseo de soledad que el Señor había puesto en nosotras. Pedimos hacer una prueba en su monasterio. Descubrimos que eran solitarias. Cada una vivía en una casita, pero todas ellas estaban unidas por un claustro que conducía a la iglesia. Las reuniones de las monjas tenían lugar, sobre todo, en la iglesia. Los domingos y días de fiesta, la parte de vida comunitaria era más grande.

« El Espíritu empujó a Jesús al desierto » (Mc 1,12). El Espíritu nos ha empujado a avanzar mucho tiempo en el desierto de la cartuja… y finalmente nos ha empujado a quedarnos para siempre.

El desierto: soledad, silencio, paz y lucha, alegría y aridez… todo puede ser unión con el Señor Crucificado-Resucitado, cuando Él libera nuestro corazón poco a poco de lo que no es amor. Nuestra vida solitaria es también vida fraterna: por Cristo y en Él, estamos en comunión las unas con las otras. Esta comunión se extiende a la Iglesia y a todos nuestros hermanos en el mundo ».

B. La alegría de cantar para Él

« En la Cartuja no se utiliza ningún instrumento durante la Divina Liturgia, el canto no es acompañado. Sin embargo, para practicar los cantos en la celda, se pone a disposición de la religiosa un instrumento manual. Cuando yo practicaba el canto en la celda, experimenté una gran alegría al cantar, una gran alegría que llenaba mi corazón y que incluso, podía percibir en mi propia voz. Durante su visita, la maestra de novicias me preguntó cómo me iban las prácticas de canto, y precisamente me preguntó si había experimentado alegría al ensayarlo. Me quedé un poco sorprendida por su pregunta, ya que no le había dicho nada del tema y me parecía que era un asunto muy personal y privado entre Dios y yo, pero ella se interesaba porque en ese dato podía ver un signo indicativo de lo que significaba la llamada de Dios para mí en el seno de la comunidad ».

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