El marco de vida

«Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios».
(Colosenses 3, 2-3)

1. El desierto

El proyecto de Bruno y sus compañeros era revivir la espiritualidad del desierto: dejarlo todo para vivir sólo para Dios en la soledad. Deseaban la soledad como medio, dado que favorece la oración, el encuentro a solas con Dios, la pobreza de espíritu, la autenticidad, la humildad. Los eremitas cartujos viven todavía en «desiertos» a imagen de aquel de los orígenes, donde continúan su vida de oración y de trabajo.

La soledad del cartujo está asegurada y protegida por tres círculos concéntricos: el desierto, la clausura y la celda. Son como baluartes progresivos que conducen al «santo de los santos», donde el monje reza en secreto: «Cuando vayas a orar, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; tu Padre que ve en lo secreto te recompensará» (Mt 6, 6).

Nuestros monasterios se construyen normalmente en lugares alejados de toda habitación, del ruido de las carreteras, en un entorno natural. Llamamos «desierto» al territorio bastante amplio que rodea el monasterio, cuyos límites están bien definidos. No podemos salir de los límites del desierto salvo permiso especial. Los paseos semanales pueden ir más allá de este desierto, pero no de los límites determinados por el Capítulo General para cada casa.

2. La clausura

Cada cartuja está rodeada por un muro de clausura, de manera que el monasterio se convierte en un recinto abierto hacia el cielo para comunicar mejor con Dios. La vida entera del monje transcurre dentro de ese perímetro, en el cual todo está dispuesto para que el monje no tenga necesidad de salir.

El género de vida de los cartujos, es decir, una vida solitaria atemperada por una parte de vida comunitaria, se refleja en su propio hábitat, en lo que se puede ver desde el exterior, es decir, los edificios. Las primeras ermitas de los cartujos, agrupadas cerca de una fuente, se asemejaban a las chozas de los leñadores: simples y sólidas, primeros esbozos de lo que serían las celdas cartujanas. Desde el inicio, esas ermitas se diferenciaban bien unas de otras, y estaban unidas por una galería cubierta que conducía a la iglesia (única construcción de piedra). Eran la prefiguración del modelo típico cartujano de organización del espacio monástico. En cada monasterio cartujo se encuentran, pues, tres grandes partes:

A. El gran claustro
El gran claustro agrupa todas las celdas individuales donde los Padres –o las monjas de coro- llevan su vida solitaria. A veces se encuentra un segundo claustro para los hermanos conversos –o las hermanas conversas– (Por ejemplo las cartujas de San José, de monjes, o la de la Trinidad, de monjas).

B. Los lugares comunitarios
Luego está el claustrillo, alrededor del cual se encuentran los lugares de la vida común: principalmente la iglesia, el capítulo y el refectorio. En esta parte del monasterio se encuentran también algunos lugares de trabajo relacionados con esas dependencias: cocina, despensa, sacristía, etc. Las capillas individuales se encuentran a menudo en esta parte del monasterio.

C. Los talleres u obediencias
Los lugares de trabajo de los hermanos son llamados «obediencias». Los talleres más ruidosos (carpintería, forja, granja, etc.) se encuentran un poco alejados del resto del monasterio para no perturbar el silencio. Los hermanos disponen de todo el material necesario para llevar a cabo su tarea.

Hay ‘casas grandes’, como la Gran Cartuja (con más de 30 celdas, cuya construcción actual data del siglo XVII) o la Cartuja de Parkminster (en Inglaterra); y ‘casas pequeñas’, como la Cartuja de Portes (en el departamento de Ain) o la Cartuja de Montrieux (en Provenza) que han conservado el aspecto de una cartuja primitiva, con sus 12 celdas de monjes de claustro agrupadas alrededor del cementerio.

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Para el monje cartujo su casa particular es el lugar de arraigo de su vida interior; la razón por la cual ha hecho voto de estabilidad. «Por la profesión, el monje toma lugar en la comunidad como en la familia que Dios le ha dado; en la que tiene que estabilizarse en cuerpo y alma» (Estatutos 30.1). Para el monje esta estabilidad es el signo de su perfecta oblación a Dios, porque se compromete a perseverar durante toda su vida en su propósito, en ese lugar preciso. En efecto, «la paciencia y la perseverancia en las condiciones de vida que el Señor nos ha señalado favorecen en gran medida la contemplación de los divinos misterios, porque es imposible que el hombre centre su atención en un mismo objeto si no ha fijado previamente su cuerpo con perseverancia en un lugar determinado» (Estatutos 30.8).

3. La celda

La celda es un desierto dentro del desierto. Es el santuario personal donde el monje vive su relación con el Señor de manera particular. Cada monje de claustro pasa la mayor parte de su vida en una «celda», pero esta palabra no debe inducir a error, porque en realidad es una pequeña ermita o casita, con su habitación, un taller y un jardín. En este eremitorio, la ausencia de ruidos del mundo exterior invita a la interioridad y a la soledad, a la escucha de la Palabra de Dios. Es el marco habitual de sus ocupaciones diarias: allí el monje reza, trabaja, come, duerme. Sólo sale para las actividades comunes previstas por la regla: la oración litúrgica en la iglesia, la recreación y el paseo semanales.

En su celda, el monje debe encontrar su equilibrio, y para lograrlo puede realizar diferentes trabajos manuales, según sus capacidades e intereses. Puede aprender encuadernación, tornear madera, nociones básicas de carpintería, etc. Pero debe permanecer disponible para los trabajos útiles al bien común que se le puedan pedir.

Los hermanos conversos también tienen una celda, pero más pequeña y a menudo sin jardín ni taller, porque trabajan fuera de ella, en el monasterio.

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Esta triple protección del desierto, de la clausura y de la celda preserva al monje de los ruidos que disipan de la vida interior. Permite al monje alcanzar el silencio interior, para entrar profundamente en su corazón, donde Dios lo espera discretamente. Pero entrar en el silencio interior no es obra de un día. El cartujo lucha contra sus pensamientos, contra sus deseos, contra sus malas inclinaciones, contra la búsqueda de la eficacia, y contra todo lo que lo distrae de lo esencial. El marco de vida del cartujo está concebido para favorecer el «don de lágrimas» o purificación del alma, imagen de la conversión continua. El monje debe rechazar de su celda todo lo superfluo, no sobrecargarse, para llegar a la sencillez interior, a la desapropiación. Solo con Dios, debe hacer de lado todo lo que le impide estar totalmente presente en Dios, porque la vocación del cartujo es la unión con Dios.

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