El camino cartujano

«Separados de todos, nos unimos a todos para, en nombre de todos, permanecer en la presencia del Dios vivo (Estatutos 34.2)

1. La finalidad

O Bonitas ! ¡Oh Bondad ! Tal era el grito de alegría que brotaba del corazón de Bruno, inflamado de amor divino. La finalidad exclusiva del camino cartujano es la contemplación: por el poder del Espíritu, vivir tan continuamente como sea posible en la luz del amor de Dios por nosotros, manifestado en Cristo. Es entrar en una relación íntima, profunda y constante con Dios para «descubrir la inmensidad del amor» (Estatutos 35.1). Esto supone de nuestra parte la pureza de corazón y la caridad: «Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). La tradición monástica llama igualmente a esta finalidad la oración pura o continua.

Pero la entrada en el reposo contemplativo supone un largo camino. El monje «no puede entrar en este reposo sin pasar por la prueba de un duro combate: son las austeridades a las que se aplica como un familiar de la Cruz, o las visitas del Señor, que viene a probarlo como el oro en el fuego. Así, purificado por la paciencia, alimentado y fortalecido por la meditación asidua de la Escritura, introducido en las profundidades de su corazón por la gracia del Espíritu Santo, podrá ya no sólo servir a Dios, sino unirse a él» (Estatutos 3.2).

Toda la vida monástica consiste pues en esta marcha hacia Dios y todos los valores de nuestra vida están orientados hacia ese fin. Estos valores ayudan al monje a unificar su vida en la caridad y le introducen en lo profundo de su corazón. A decir verdad, no es este fin el que nos distingue de los demás monjes contemplativos (benedictinos, cistercienses…), sino el camino tomado. Las características esenciales de la senda cartujana son: la soledad, una cierta dosis de vida comunitaria, y una liturgia adaptada. Es la espiritualidad del desierto.

Compartimos algunos valores monásticos con los otros monjes contemplativos, por ejemplo: la aplicación a la liturgia, la ascesis (vigilias y ayunos), el silencio, el trabajo, la pobreza, la castidad, la obediencia, la escucha de la Palabra, la oración asidua, la humildad. Otros, nos son propios.

2. La soledad

La primera característica esencial de nuestra vida es la vocación a la soledad consagrada, a la cual estamos especialmente llamados. El monje cartujo busca a Dios en la soledad. «El empeño y propósito nuestros son principalmente vacar al silencio y soledad de la celda. Ésta es, pues, la tierra santa y el lugar donde el Señor y su siervo conversan a menudo como entre amigos; donde el alma fiel se une frecuentemente a la Palabra de Dios, y la esposa vive en compañía del Esposo; donde se unen lo terreno y lo celestial, lo humano y lo divino» (Estatutos 4.1). Pero el cartujo no ha elegido la soledad por ella misma, sino porque ha visto allí un excelente medio, para él, de llegar a una mayor unión con Dios y con todos los hombres. La soledad cartujana se vive en tres niveles: la separación del mundo, la guarda de la celda y la soledad interior o del corazón.

La separación del mundo se lleva a cabo por la clausura. No salimos del monasterio más que para el espaciamiento (paseo semanal). No recibimos visitas ni ejercemos apostolado externo alguno. En el monasterio no tenemos radio ni televisión. El Prior es quien recibe las noticias y transmite a los monjes aquello que no deben ignorar. De esta manera se dan las condiciones necesarias para que se desarrolle el silencio interior que permite al alma permanecer atenta a la presencia de Dios.

La celda es una ermita acondicionada para garantizarle al cartujo una soledad tan completa como sea posible, asegurándole al mismo tiempo lo necesario para vivir. Cada celda consiste en un apartamento de dos plantas rodeado de un pequeño jardín, donde el monje permanece en soledad la mayor parte del día, durante toda su vida. Debido a esta soledad cada una de nuestras casas recibe el nombre de «desierto» o «eremitorio».  

Sin embargo, la clausura y la guarda de la celda no aseguran más que una soledad externa. No es sino el primer paso que busca favorecer la soledad interior, o pureza del corazón: mantener su espíritu alejado de todo cuanto no es Dios o que no conduce a Dios. En este nivel es donde el cartujo se enfrenta con las veleidades de su imaginación y las fluctuaciones de su sensibilidad. Mientras el monje dispute con su «yo», sus sensibilidades, sus pensamientos inútiles, sus deseos irreales, aún no estará centrado en Dios. Es aquí donde experimenta su fragilidad y el poder del Espíritu, y donde aprende poco a poco «…la costumbre de la tranquila escucha del corazón, que deje entrar a Dios por todas sus puertas y sendas» (Estatutos 4,2).

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Acogida? En la Cartuja las celebraciones litúrgicas no tienen una finalidad pastoral. De esta manera se explica por qué no se admiten a participar en los oficios o en la Misa celebrados en la iglesia de nuestros monasterios a las personas que no pertenecen a la Orden. En virtud de nuestra vocación a la soledad, la acogida se limita a las familias de los monjes (dos días al año) y a los aspirantes a nuestro género de vida.

3. Una comunión de solitarios

«La gracia del Espíritu Santo congrega a los solitarios para formar una comunión en el amor, a imagen de la Iglesia, que es una y se extiende por todas partes» (Estatutos 21.1). La originalidad de la Cartuja se debe, en segundo lugar, a la parte de vida común que está indisolublemente ligada al aspecto solitario. Este fue el toque genial de san Bruno, inspirado por el Espíritu Santo, que supo combinar desde el principio una proporción equilibrada de vida solitaria y de vida común, para hacer de la Cartuja una comunión de solitarios para Dios. Soledad y vida fraterna se equilibran mutuamente. La vida en común permite que el monasterio funcione, pero también es un elemento importante para verificar la autenticidad de nuestra caridad, porque de lo contrario sería fácil para el solitario vivir en la ilusión.

La vida comunitaria se concretiza diariamente en la liturgia cantada en la iglesia, una obra de equipo para la gloria de Dios. Los días ordinarios tiene lugar tres veces al día: nos reunimos en la iglesia a medianoche para el largo oficio nocturno (que incluye Maitines y Laudes), para la misa conventual por la mañana, y para las Vísperas por la tarde.

Los domingos y solemnidades son los días en los cuales se pone más de manifiesto el aspecto comunitario de nuestra vida: rezamos casi todos los oficios en la iglesia, tomamos el almuerzo juntos, en silencio, en el refectorio (mientras escuchamos una lectura), y por la tarde nos reunimos en el Capítulo, donde se tratan asuntos de interés común, y después tiene lugar la recreación semanal. Además, el primer día libre de la semana damos un largo paseo de unas cuatro horas (el espaciamiento), durante el cual podemos hablar libremente, lo que nos permite conocernos mejor y apoyarnos mutuamente. Algunas veces al año tiene lugar una recreación común, donde se reúnen padres, hermanos y novicios.

Estas recreaciones y paseos tienen como fin cultivar el afecto mutuo y favorecer la unión de los corazones, al mismo tiempo que aseguran el equilibrio físico.

Preguntas frecuentes sobre la vida ordinaria

4. En el corazón de la Iglesia y del mundo

La alabanza
Entrando en lo profundo de su corazón el solitario cartujo llega a hacerse presente, en Cristo, en todo ser humano. Los contemplativos están en el corazón de la Iglesia. Cumplen una función esencial de la comunidad eclesial: la glorificación de Dios. El cartujo se retira al desierto, ante todo, para adorar a Dios, alabarlo, contemplarlo, dejarse seducir por Él, entregarse a Él, en nombre de todos los hombres. La Iglesia le encarga que, en nombre de todos, sea un alma de oración continua.

La intercesión
Desde siempre la Iglesia reconoce que los monjes entregados únicamente a la contemplación desempeñan un rol de intercesión. Como representantes de toda la humanidad, cada día, en todos los oficios litúrgicos y en el momento de la Eucaristía, rezan por todos los vivos y todos los difuntos.

La penitencia
La práctica ascética asocia al cartujo a la obra de Cristo, para la redención del mundo: «Por la penitencia participamos en la obra de salvación de Cristo, el cual redimió al mundo esclavo del pecado, especialmente con su oración al Padre y sacrificándose a Sí mismo. Por esto, los que pretendemos vivir este aspecto de la misión de Cristo, aunque no nos dediquemos a ninguna acción externa, sin embargo ejercitamos el apostolado de una manera preeminente» (Estatutos 34.4).

Testimonio
«Tendiendo por nuestra profesión únicamente a Aquel que es, damos testimonio ante un mundo demasiado implicado en las cosas terrenas, de que fuera de Él no hay Dios. Nuestra vida manifiesta que los bienes celestiales están presentes ya en este mundo, preanuncia la resurrección y anticipa de algún modo la renovación del mundo» (Estatutos 34.3). No es por la palabra ni por el contacto personal que el solitario realiza semejante testimonio. Por su sola presencia, el monje atestigua que Dios existe, que puede llenar una vida y colmar el corazón del hombre.

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El monje está al servicio de toda la humanidad, asumiéndola en lo más profundo de su corazón cuando se presenta delante de Dios; él lleva sin cesar esa humanidad herida consigo. Es así útil, no en el sentido en que el mundo entiende esta palabra, sino en la resonancia de la vida divina en el hombre. El cartujo se desprende de las cosas de este mundo para vivir más cerca de Dios. Esto se realiza más en el orden del ser (ser para Dios) que en el del hacer. El hombre que vive en Dios y de él, lleva consigo a la humanidad entera, puesto que «toda alma que se eleva, eleva al mundo» (venerable Élisabeth Leseur).

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