Tríptico
1° panel : La orientación fundamental
El fondo de la vida cristiana es el amor: de Dios y de los hombres, en y por Cristo. Algunos expresan su caridad en las obras apostólicas, pero existen también hombres y mujeres que se consagran a solo Dios en la vida contemplativa.
Y Dios llama libremente a quien quiere. Es una invitación íntima a compartir la vida entera con él, a seguirlo de cerca. A veces esto se impone de una manera ineludible y radical: «¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir! ¡Has sido más fuerte y has prevalecido!» (Jr 20,7). Quien ha experimentado el amor de Dios, tratará de responder a su amor.
Pequeño grupo que ha recibido la misma llamada, dentro del cual cada uno vive solitariamente la mayor parte del tiempo, estos monjes están unidos bajo un prior y se reúnen tres veces al día para la santa Eucaristía y el canto de la Liturgia de las Horas. Prosiguen incansablemente, ya sea en la celda, en los talleres de trabajo o en los campos, su búsqueda de Dios. Es la vocación la que los ha conducido hasta este lugar, la que los ha reunido.
Atraídos por los libres espacios interiores, han elegido esta soledad, donde se imponen voluntariamente importantes restricciones, con el único fin de estar más abiertos al Absoluto de Dios y a la caridad de Cristo. Estabilizados en este lugar, bastante alejados del mundo, llevan una vida pobre y sencilla, sumisos en todo, en el celibato, como Cristo su Maestro, para estar más disponibles a los dones de la salvación y a la comunión fraterna.
Escuchan constantemente, en la oración y la meditación, la llamada a ser más, a obrar mejor. La Palabra de Dios llena su silencio. Por el despojo y el trabajo son solidarios con todos los que sufren, dondequiera que se encuentren. Con esta atracción en el fondo del corazón, se dirigen hacia horizontes cada vez más remotos, en los que sólo se dibuja la imagen de Dios en Cristo, crucificado pero vivo, esperanza de su gloria.
Así, en pleno corazón de la humanidad, pero ocultos al mundo, son la memoria inextinguible de sus orígenes divinos, el constante recordatorio de un destino espiritual para todos los hombres, la salvaguardia de una libertad personal cada vez más amenazada y sofocada, el ardiente deseo de lo Eterno, la garantía de un progreso interior ilimitado, aunque circunscripto a un espacio reducido: sujetos a la soledad del eremitorio y de la celda, para florecer mejor en el Corazón de Dios.
2° panel : El lugar de la purificación
«Dios resiste a los orgullosos, pero da su gracia a los humildes» (1Pe 5,5). El desierto es un fuego purificador.
En la soledad todo lo que somos en verdad sale a la superficie. Todas las bajezas que hemos dejado entrar en nosotros se ponen de manifiesto, todo el mal que nos habita se desvela. Descubrimos nuestra propia miseria, nuestra debilidad profunda, nuestra impotencia visceral.
Aquí no es posible disimular los artilugios que empleamos para esconder aquellos aspectos de nosotros mismos que nos desagradan y que, sobre todo, están tan alejados del deseo de Aquel que todo lo ve y todo lo penetra. Se hace evidente que nos justificamos demasiado fácilmente considerando nuestros defectos como rasgos de carácter.
Aquí nos volvemos vulnerables; no hay escapatoria. No hay distracción que suavice, ni excusa que dispense. Resulta imposible mirar hacia otro lado, evitar el cara a cara con la realidad profunda de lo que somos.
Aquí las falsas construcciones, todas esas murallas que hemos levantado para protegernos, se agrietan. Porque ¡¿Quién podrá decir cuán a menudo buscamos engañarnos a nosotros mismos, tanto o más que a los demás?! Pero la pretensión de conocer las realidades divinas se disuelve ante Aquel que sigue siendo totalmente Otro.
Es un camino abrupto, en la oscuridad, a tientas, guiados sólo por la fe, pero que es un camino de verdad. Todas nuestras seguridades personales quedarán enganchadas de las espinas del camino y nos dejarán con esta única certeza: no podemos hacer nada por nuestros propios medios.
Es allí donde Dios nos espera, puesto que un vaso se puede llenar sólo si está vacío; y, si Él quiere llenarnos de sí mismo, Él deberá primero despojarnos de lo que estorba. Para realizar una obra infinitamente delicada, el divino Artista necesita una materia sin resistencia. Entonces su mano sabrá suscitar de nuestra miseria maravillas que quedarán ocultas a nuestros ojos. Toda nuestra alegría será dejarnos transformar por Aquel que tiene por nombre: Amor.
3° panel : La obra de la gracia
El alma a la que se le ha dado despreciar el mundo y despreciarse a sí misma hasta el olvido, a quien se le ha dado -en otras palabras- tener por nada lo que no es, esta alma despojada de sí misma ve a la Sabiduría divina tomar el lugar de su yo. Toda imagen creada y todo deseo limitado han sido borrados por las sucesivas pruebas que la han purificado, y se convierte en ese espejo sin mancha del que habla Salomón (Sab 7, 26). El Padre se contempla en ella, inundándola con su gloria y con los ardores de su amor.
Las «devociones» en las que se dispersan más o menos las potencias del alma al comienzo de una vida de oración, adquieren un sentido único. Las «prácticas» se reducen a un solo acto, aceptado más que provocado, de un valor inmenso, porque es de orden divino. Consiste en dejar que Dios sea en nosotros mismos. Se le puede llamar caridad, fe, confianza, adoración, propiciación, acción de gracias. Todas las palabras son sinónimos y sus conceptos parecen fusionarse, como sustancias en fuego, en el crisol del corazón deslumbrado donde arde el mismísimo Amor subsistente.
Cuando un ser alcanza su perfección volviendo a su principio, no encuentra la abundancia de vida sólo para sí mismo, sino que salva a los demás al comunicarles esta vida que extrae de su fuente.
Obrando sólo en Dios y por Dios, el hombre de oración se sitúa en el centro mismo de los corazones, y comunica a todos algo la misma plenitud de gracia que lo conforma. «El que cree en mí, de su seno brotarán manantiales de agua viva», dice el Señor. «Él se refería, añade san Juan, al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 38-39). Siendo perfectamente hombre, ve realizarse en sí mismo el deseo de la humanidad: ser uno con Cristo. Se convierte de algún modo en el Amado mismo, el deseado de las colinas eternas.
Quien se ha perdido en el abrazo de la esencia divina, que se deja engendrar con Jesús según la voluntad del Padre, participa en la espiración del Espíritu consolador y él mismo se convierte en consolador. Él brinda a las almas, sin volverse atrás, la alegría eterna de la que se embriaga; ilumina y reconforta al mundo porque no se ocupa más que de Dios.
Sin duda, estas cosas parecerán locura para la sabiduría del mundo, ya que el mundo vive de apariencias perecederas, y nosotros hablamos de la pura y eterna realidad. Sus caminos no son los nuestros, nuestros pensamientos no son los suyos (Is 55, 8). Pero todavía un poco más de tiempo y la espera de toda la naturaleza será colmada por la glorificación de los hijos de Dios.
Para alcanzar sin rodeos la fuente de toda fecundidad –que se encuentra en las alturas de la contemplación– el cartujo se abaja hasta lo más profundo de su nada, donde se impone por la renuncia continua la muerte total a sí mismo y al mundo, y así realiza su espléndido ideal: vivir de Dios en la soledad.
O Bonitas !